La importancia del peligro

Por estos días la ciencia está en boca de todos. Todos hablamos de diagnóstico molecular, de virus, de epidemias, de vacunas. Y muchas personas se están empezando a acercar al hermosísimo mundo de la inmunología, esa pequeñita parte de la biología que estudia cómo nuestro cuerpo “se defiende” de las cosas que lo dañan. Científicos en la tele y en las radios y en los diarios explicando qué es un anticuerpo, cómo nuestro cuerpo reacciona para sacarse de encima a los virus, cómo tenemos que diseñar una vacuna para que genere inmunidad. Me aprovecho de esta ventana abierta a la inmunología para contar la historia de Polly Matzinger.

Julieta Alcain
8 min readMay 3, 2020

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La ciencia, como una parte más de la cultura de una sociedad, juega un rol dentro de la misma, y depende de la interacción entre los componentes de esa sociedad, su cultura, su idiosincrasia y sus intereses. Y los científicos, como parte componente de una sociedad, no están exentos de errores, olvidos, mezquindades ni malicias. Los datos, los artículos, los papers y las conferencias alisan la superficie del trabajo científico como si se le aplicara photoshop, cuando en realidad la diaria labor científica tiene miles de vetas, grietas y arrugas donde se acumula lo interesante, de lo que me gusta hablar. Las historias detrás de las cosas que “se saben” nos dejan entrever cómo se descubrieron, cómo fue el camino, qué obstáculos hubo. El chisme, bah. Ir de chisme en chisme, más que de dato en dato, es lo que permite desandar el ovillo de Ariadna en el laberinto y darnos cuenta de que la investigación en ciencia no es el camino recto de hipótesis-observación-conclusión que me enseñaron en la escuela. Es mucho más complejo y por lo mismo mucho más hermoso. Y hubo una mujer, con un camino de vida sinuoso, que miró desde afuera la dura caja de datos de la inmunología durante largos años hasta que dijo que había que desarmarla, sacar todo de ahí adentro y volver a empezar.

Cuando Polly Matzinger era una niña, en el campo de la inmunología se cristalizaba a la vez una idea que se sigue manejando hasta nuestros días: el modelo de lo propio/no propio. Según este modelo, el sistema inmune de nuestro cuerpo está “entrenado” durante los primeros años de vida para reconocer y activarse únicamente frente a partículas o células extrañas (“no propias”), distinguiéndolas de todos los componentes “propios” del cuerpo.

Esto explicaba por qué los médicos durante la Segunda Guerra Mundial intentaban sin éxito hacer implantes de piel en combatientes heridos que continuamente eran rechazados por el receptor del transplante. No había manera de insertar en una persona un órgano de otra, porque el sistema inmune lo reconocía como “no propio” y lo atacaba. La única solución es la que hasta el día de hoy se utiliza: las personas transplantadas toman durante toda su vida medicamentos para “dormir” o suprimir su sistema inmune. El daño colateral es bastante obvio: si el sistema inmune está atontado, no sólo no va a atacar el órgano implantado, sino que no va a atacar ninguna otra amenaza. Más adelante, Polly declararía que creía poder solucionarlo. Pero todavía no. Por aquellos días, Polly no era más que una niña francesa, hija de un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial y una ex monja, escapando hacia Estados Unidos, y nada en su vida ni la historia de su familia podría haber previsto que ella podría hacer, en un futuro, semejante declaración.

Cuando la familia Matzinger llegó a Estados Unidos y mandaron a Polly al colegio, el cambio de sistema educativo la ubicó un año lectivo más abajo de lo que le correspondía. Polly se aburría, y estuvo yendo y viniendo de la escuela varios años, aunque eventualmente terminó. El aburrimiento en la rutina sería algo constante en su vida, así fue como cambió de oficio unas cuantas veces: fue amaestradora de perros, enseñó a otros a amaestrar perros, fue música de jazz, camarera y conejita Playboy. Todos los trabajos la aburrían eventualmente, así que decidió ganarse la vida como camarera, que le dejaba buena plata, y dedicar sus horas libres a las cosas que le gustaba hacer. Cuando tenía 25 años trabajaba en un poolbar de Davis, California, donde solían ir los profesores de la Universidad. Una vez, mientras ella les servía las bebidas, los profesores hablaban de camuflaje y mimetizaciones en el mundo animal. Polly empezó a preguntar. Ellos contestaban, ella seguía preguntando. Nunca se cansaba de preguntar. Uno de esos profesores, el doctor Schwab, la convenció de que ella tenía que trabajar en ciencia. “No, me voy a terminar aburriendo, como de todo”, decía Polly. Tardaron 9 meses en convencerla, y siete años más tarde, en 1979, ella consiguió su título de doctora. Esta señorita, salida de un bar en Davis, estaba a punto de jugar en las grandes ligas de la ciencia.

Polly, antes de la inmunología

El sistema inmune es una compleja red de interacciones entre varias células, y de ellas con partículas que pueden dañar al organismo. Para que se dé una respuesta inmune, se requiere una coordinación excepcional entre las células que lo componen. Algunas de ellas se encargan de “patrullar” los tejidos del cuerpo, y cuando encuentran señales de que algo está mal encienden las alarmas. En parte, estas alarmas sirven para “despertar” otras células inmunes llamadas linfocitos T e implican una interacción física muy específica entre éstos y aquella célula centinela. En 1977, Polly Matzinger junto con Michael Bevan propusieron una explicación para esta interacción que hasta el día de hoy seguimos utilizando. Por aquel año fue también la época en que fue la única autora de algunos de sus papers, lo cual la ponía incómoda, razón por la cual agregó a un coautor: Galadriel Mirkwood, su perro. Un editor se enojó tanto cuando se enteró, que Polly sólo pudo volver a publicar en esa revista tras la muerte de aquél. Ella también fue quien propuso que no cualquier célula es capaz de interactuar con estos linfocitos si ellos nunca habían estado en contacto con tales señales de alarma. Acuñó así el término “célula presentadora de antígeno profesional”, en referencia a la capacidad única que tienen las células encargadas de “despertar” a los linfocitos.

Autores: Polly Matzinger y su sabueso afgano

Pero aunque estas contribuciones fueron importantísimas, ella se quedó con una pregunta. Aquel modelo de lo “propio/no propio” no la convencía. La idea de que el sistema inmune “sabe” que no debe atacar componentes del propio cuerpo y se prepara para atacar a todas las partículas “extranjeras” no tenía ningún sentido para ella: ¿por qué entonces no rechazamos la comida que comemos, que es totalmente extraña a nuestro cuerpo? ¿Por qué una madre no rechaza al feto en el vientre, si la mitad de sus componentes son extraños? ¿Por qué existe la inflamación estéril, es decir, ocasiones en las que el sistema inmune se “despierta” sin que haya un invasor externo? Todas estas eran preguntas que hacían mella en el modelo de lo no propio y las explicaciones que se daban desde la perspectiva de ese modelo no la convencían para nada. En su ensayo “Tolerancia, peligro y la familia extendida”, presenta todas sus cartas, y empieza jugando fuerte: “al sistema inmune no le importa si es propio o no propio, lo que le importa es poder detectar y proteger al organismo del peligro”.

“Imaginate un pueblo donde los policías tienen instrucciones de dejar en paz a todas aquellas personas que conocen desde que son pequeños, pero de tirarle a matar a cualquier inmigrante o turista que aparece”, dijo en una entrevista. “Eso es lo que propone el modelo de lo propio. El modelo del daño, en cambio, postula un pueblo donde todos, nativos o inmigrantes, sean aceptados y sólo sean atacados por los policías cuando empiezan a romper las ventanas, sin importar si vienen de afuera o no”.

En el camino de plantear su modelo, inventó otro término (en rigor, un acrónimo) que aparece en todos los libros de inmunología. Hasta la llegada del modelo del daño, aquellas “señales de alarma” que mencionábamos más arriba se les llamaba PAMPS (patrones moleculares asociados a patógenos, en inglés). Pero Polly no creía en que lo que reconoce el sistema inmune sean agentes forasteros (los patógenos) sino cualquier señal de daño a las células. Para ella lo reconocido eran señales de daño. Además, la palabra PAMP no englobaba a todas las señales que reconocen las células patrulleras, porque, recordando aquel concepto de inflamación estéril, el sistema es capaz de activarse sin la llegada de un patógeno. Ella entonces rebautizó esas señales de alarma como DAMPS (patrones moleculares asociados a daño), dando un panorama muy claro de su modelo en un solo concepto.

Las personas transplantadas deben tomar drogas inmunosupresoras toda su vida. Si las dejan de tomar, rápidamente su cuerpo rechaza el órgano “visitante”. Esto tiene perfecto sentido bajo el modelo de lo propio/no propio, pero Polly Matzinger tuvo una especie de epifanía: ¿cómo hace el cuerpo para distinguir qué atacar y qué ignorar? ¿Cómo sensa una situación de peligro? La respuesta le llegó dándose un baño: el cuerpo entiende como peligro todo lo que es peligroso. Para evitar el rechazo de un transplante (de un órgano que sufre muchos daños antes de ser implantado en el cuerpo del receptor), no es necesario hacer dormir a todo el sistema inmune, sino sólo interferir en las señales inmunes que indican que ese órgano es peligroso.

Ella misma lo confiesa justo antes de establecer las reglas de juego del modelo: “no es una nueva teoría sino una nueva perspectiva desde la cual ver a la información. Por eso no sugiere nuevos experimentos ni tampoco es en sí misma refutable”. Aunque muchos inmunólogos prominentes de la época se horrorizaban con la explicación del modelo del daño, a los más jóvenes los maravillaba la simplicidad de la explicación. Cuando un modelo no responde a las preguntas emergentes, con los años se va remodelando para poder encajar en las evidencias, pero llega un momento en que son más las excepciones que las reglas, donde es necesaria una explicación diferente. Polly sentía que este era el caso para el modelo de lo propio, y enfrentándose al status quo (¡como lo había hecho toda la vida!) defendió el modelo de daño a ultranza, explicando a través de él las enfermedades autoinmunes, el rechazo de transplantes, la inmunidad antitumoral, la tolerancia materno fetal y, más adelante, las alergias.

En el documental de la BBC, Turned on by Danger, Polly hace suyas por un momento las palabras de Melvin Cohn: “Cualquier científico que levanta la cabeza para decir algo distinto, y lo dice claramente, contribuye al campo sin importar si está en lo cierto o equivocado, porque si está equivocado, alguien va a hacer los experimentos para demostrárselo, y en el camino todos aprendemos algo sobre la naturaleza”. Para mí, la genialidad de Polly Matzinger radica en haber pensado a la inmunología desde afuera, no ceder en sus preguntas, haber establecido claramente su desacuerdo y haber llevado cada discusión hasta el final. Su modelo también tiene sus falencias, sus cosas sin responder, y quizás avanzará aún unos años, hasta que haya más excepciones que reglas. En definitiva, al menos en una cosa tiene razón: en parte la ciencia avanza, mucho o poco, porque las respuestas con las que contamos no alcanzan para responder las preguntas que nos surgen.

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Julieta Alcain

Soy bióloga, pero no sé qué le pasa a tu potus ni puedo operar a tu gata ni tengo nada que ver con el mar. Comunicadora de la ciencia en entrenamiento.